Por Solange Fertkin
Desde el momento en que salimos al mundo, ese primer momento de salir de la oscuridad del vientre materno, escuchamos voces, voces que suenan diferente en un mundo distinto del que habitábamos. Cada una de esas voces necesita escucha y tiene algo para decir, algo para aportar, algo para reclamar, algo que contar y algo que deja resonar.
Ahora bien, teniendo en cuenta que en regiones como América Latina cada vez son más las voces que se unen en distintas causas comunes, en busca de escuchas activas por parte de los Estados e Instituciones, es crucial pensar en una red que pueda contenerlas y acompañarlas en el desafío de ser escuchadas.
Es ahí, en esa puja entre ser oídas y ser escuchadas, donde aparecemos las y los abogadas/os, no solo como la figura cuya función es resolver un conflicto, sino también como personas dispuestas a involucrarse y brindar apoyo en procesos colectivos y comunitarios. Y aquí aparece la abogacía comunitaria, como un puente que nos permite pensar el Derecho como un marco de referencia para resolver conflictos, pero también como una herramienta para abordarlos desde una estructura relacional basada en la confianza, la solidaridad y la empatía con las comunidades y sus diversas dinámicas.
Darle voz y nombre a los problemas, constituye el inicio de un camino hacia la conquista de la Agenda Pública, y es allí donde la abogacía comunitaria comienza a empoderar a aquellas personas que se encuentran en los márgenes de la sociedad. La abogacía comunitaria tiene, entonces, la finalidad del empoderamiento y el poder de cambiar las reglas del juego, para que quienes son/se creen sus dueños, dejen de percibir a los otros como simples objetos con los que pueden jugar, y empiecen a verlos como personas con derechos, necesidades y desafíos.
Sin embargo, acompañar y empoderar al universo de personas que se encuentra en los márgenes no es una tarea fácil, es una labor que debe pensarse desde la solidaridad y desde una cultura de igualdad, que busque gestar prácticas individuales e institucionales que generen condiciones de vida dignas e igualitarias.
Desde lo individual y como profesionales del derecho, debemos tener como horizonte vincularnos e involucrarnos con las personas y sus causas, ya que esto posibilita la construcción de conocimiento colectivo y conlleva, también, a la construcción de nuestros propios límites y el encuentro con nuestras propias incertezas. Nuestro eje como profesionales debería ser construir conocimiento y no apartarnos de los sujetos que aprenden en condiciones de vulnerabilidad, quienes reciben información en un contexto de contaminación informativa del cual no podemos ser ajenos. Es, entonces, el aprendizaje de tipo experiencial lo que nos empodera y les empodera para construir autonomía dentro de una comunidad.
El combustible del aprendizaje son el temor y la incertidumbre ante distintas realidades, y son estos elementos los que nos alejan de la educación y el acompañamiento formal y nos acercan a una educación popular, que tiene por fin último la alfabetización legal como proceso de empoderamiento y autonomía de los colectivos vulnerados.
Por consiguiente, construir empoderamiento y saberes en estos contextos de vulnerabilidad, conlleva un diálogo de necesidades auto percibidas y una distancia del dialogo intelectual, que muchas veces proponemos como profesionales. Esa auto percepción se vincula íntimamente con la episteme del caso que abordamos, entendiendo como tal, al conjunto de conocimientos que condicionan las formas de entender e interpretar el mundo en determinadas épocas.
La alfabetización legal facilita el acceso a los derechos de una forma igualitaria y nos propone romper con el statu quo de que las clases más altas tienen más oportunidades, y se refugia en propiciar acciones que promuevan una institucionalidad democrática que no reproduzca la matriz del privilegio y la desigualdad.
Y así llegamos, entonces, a la nueva regla de juego que viene a proponer la abogacía comunitaria: disminuir la discriminación sistémica, institucional y social que encubre, como una red, a la población que transita su vida en los márgenes. ¿Pero cómo se hace? ¿Es magia? ¿Es una unión de fuerzas entre activistas jurídicos que se asoma para romper con un paradigma que viene instalado desde hace años? ¿Es un simple deseo?
Una primera aproximación de respuesta a estas preguntas podría ser que se trata de una construcción de relaciones que nos conducirrá al eje de empoderamiento de las comunidades y de la abogacía comunitaria como tal. Solo con este puntapié como respuesta nos encontraremos frente a la verdadera construcción de confianza y, en consecuencia, con la génesis de una agenda compartida.
Entonces, ya no estamos frente a un ideal de acciones que intentan desafiar cuestiones de exclusión y vulneración, sino que nos encontramos ante un nuevo paradigma donde la abogacía comunitaria viene a co-construir con las/los otras/os el poder comunitario.
En conclusión, es el empoderamiento lo que tiene entre manos la abogacía comunitaria, en un proceso de diálogo en el que no hay sujetos dominantes ni dominados, sino espacios de acción, escucha activa y reflexión, que buscan romper con la matriz de la desigualdad; sin estadísticas ni nombres propios, pero con rostros concretos e historias que no aceptan la falta de perspectiva colectiva y gestión individual en un ecosistema fluctuante. Ya no hay dueños del juego, solo proyección y un nuevo renacer de voces.